El Revés del Cristal

Agustín R. Díez Fischer

La pregunta la hizo resonar Fiódor Dostoievski luego de visitar Londres a mediados del siglo XIX: “¿Qué sería de un palacio de cristal en el que se pudiera dudar?” No la desconfianza ante la solidez del armazón de metal, sino hacia su revés, el otro lado del cristal, el modelo de sociedad al que estos edificios aludían y que, quizá, también presagiaban. El protagonista de Memorias del subsuelo temía esa imagen de planificación completa, indestructible y perpetua de la segunda revolución industrial. Ante ese sueño de la eterna primavera del consenso, proponía, en cambio, una respuesta directa con el cuerpo: sacarle la lengua al cristal, levantar el puño a escondidas frente al acero.

Pero esas mismas construcciones, capaces de evocar visiones de futuros imaginarios, se podrían leer también como dispositivos de imagen. Por un lado, esos edificios estaban encargados de dar cuenta del esplendor económico y tecnológico de las naciones modernas. Por otro, sus propias particularidades constructivas compartían ciertas características con las nuevas tecnologías de creación de imagen, especialmente con la fotografía. El protagonismo de la luz, la transparencia, la movilidad o el continuo perfeccionamiento técnico se convertían en un territorio común tanto para las innovaciones fotográficas como para las arquitectónicas.

Ambas caras fundaron parte del sueño de esa modernidad. Construcciones e imágenes que, hoy en día, ya no conservan aquellos sueños distópicos que veía Dostoievski y que apenas pueden mantenerse en pie frente a un gesto realizado a oscuras. ¿Pero que pasaría si volviésemos a verlas en el archivo visual de nuestros propios proyectos abandonados?, ¿qué reflejo nos devolverían? Y si las pensásemos como dispositivos de creación de imágenes ¿qué tipo de respuestas encontraríamos para el arte contemporáneo?

Este conjunto de preguntas ha guiado nuestra lectura de la obra de Viviana Zargón. Consideramos que las arquitecturas de los espacios fabriles y portuarios abandonados no se circunscriben a conformar un archivo visual de las transformaciones sociales y económicas argentinas, sino que le proveen un modelo para construir sus propias imágenes y, de este modo, componer una relación específica con el espectador.

¿Por qué razón decidió Zargón incorporar los edificios que definieron el perfil en cristal y acero de la modernidad al archivo visual de las construcciones industriales abandonadas en el Buenos Aires de finales de siglo XX? Suponemos que se trata de romper con el entramado temporal homogéneo y reinsertarse en la visualidad contemporánea. Así como el hombre del subsuelo de Dostoievski se entremezcla en nuestro propio texto, estos edificios se filtran en los sueños abandonados de una Argentina industrial. Quizá ya no tenga sentido sacarles la lengua ni levantarles el puño, pero, al menos, esas arquitecturas todavía pueden devolverle la mirada al presente.

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Si bien una cronología de la aparición de la arquitectura en la obra de Viviana Zargón puede remontarse hasta sus pinturas de los años 80, recién al iniciarse la década siguiente las representaciones edilicias empezarán a cobrar protagonismo. Un cambio que le implicará resolver dos desafíos en su propio lenguaje: el primero, vinculado al referente y las características que tomará la imagen arquitectónica y, el segundo, asociado al lugar específico de esa representación en el plano pictórico.

En la obra de Viviana Zargón, la primera cuestión parece decidirse con relativa facilidad. Hacia el comienzo de la década, las obras mostraban imágenes de arquitecturas ficticias con cierta afinidad al lenguaje metafísico donde, a su vez, se dejaban a la vista aspectos estructurales tales como vigas o remaches. Paulatinamente, esas arquitecturas comenzarían a ser reemplazadas por representaciones de diversos espacios portuarios, muchos de los cuales se encontraban en vías de desaparición producto de procesos de gentrificación urbana. Ya no se trataba de espacios imaginarios, sino de pinturas que surgían a partir de fotografías que la artista tomaba en distintos edificios industriales de Buenos Aires.1

A las primeras imágenes de grúas en desuso le siguieron otros edificios de Vías Navegables, areneros, el mercado del Abasto y construcciones fabriles abandonadas, como la empresa de cajas fuertes Bash, la firma de galletas Bagley o la maltería Hudson. Ese interés por aspectos de la ciudad de Buenos Aires se extendió luego hacia otros lugares, como la serie de fotografías tomadas en la antigua fábrica textil Flandria, en los alrededores de Luján.

En ese archivo se incluían, por un lado, imágenes de empresas o sectores del Estado que no habían resistido a las políticas neoliberales en los años 90 y, por otro, espacios fabriles que habían quedado abandonados a partir de reestructuraciones internas en las propias firmas. Era el período del fin de un tipo de relación laboral, una estructura de producción y, como en el caso del proyecto de Julio Steverlynch en Flandria, la desaparición –ante intencionadas declaraciones de obsolescencia– de organizaciones pioneras en derechos sociales para los trabajadores.

El segundo de los aspectos a resolver –el lugar de la imagen arquitectónica dentro del plano pictórico– se desenvolvió a través de un sendero mucho menos lineal. En sus primeras pinturas de la década, las representaciones imaginarias se ubicaban al centro del lienzo y resultaban enmarcadas por grandes espacios cubiertos, en la mayoría de los casos, por patrones geométricos. Por momentos, esa composición parecía convertir a la pintura misma en un elemento arquitectónico, remitiendo sutilmente a baldosas o mosaicos. Una tensión entre objeto y representación que perduraría durante todo el período.

Luego, a partir de un modelo de resolución compositiva que refería al pop británico, las imágenes de grúas y espacios portuarios comenzaron a ocupar la parte superior de bastidores rectangulares dispuestos verticalmente.2 La sección inferior contenía texturas abstractas o referencias tomadas de diversos libros de matemática y geometría. Ni la verticalidad del cuadro moderno sobre el muro ni la horizontalidad que Steinberg reconocía en Rauschenberg: lo que parecía articularse aquí era una relación con el espectador a partir de una tecnología de la didáctica, el pizarrón, donde la estructuración de las leyes de las ciencias exactas –y la posibilidad de un conocimiento trasmisible– se contraponía a la decadencia de la imagen portuaria abandonada.

Hacia el final de la década, la representación arquitectónica no solo comenzará a ocupar la totalidad del lienzo –al que muchas veces excederá cubriendo varias telas– sino que, en algunos casos, una estructura de aluminio de dimensiones similares al bastidor acompañará a la pintura. Una yuxtaposición entre la perfección de la realización industrial y precisa del bloque de aluminio (material paradigmático del desarrollo industrial en el siglo XX) y el traslado manual, con pincel y acrílico, de la fotografía del espacio de trabajo abandonado.

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En 1998, en el Centro Cultural Borges, Viviana Zargón presentó un políptico realizado ese mismo año bajo el título Serie de Olam. La obra se conformaba por cinco bastidores que mostraban partes de diversas estructuras arquitectónicas. Su título refería tanto al artista cubano Wifredo Lam –al que también se asociaba el tratamiento plástico de los cuadros– como a la palabra hebrea Olam (עולם), mundo. Sin embargo, la particularidad de este trabajo radicaba en la combinación de elementos del Palais des Machines –pabellón de la exposición de 1889– y fotografías de arquitecturas que Zargón había tomado en la costa norte del gran Buenos Aires. Para los espectadores, sin embargo, distinguir la construcción decimonónica de la estructura de acero porteña resultaba imposible.

El Palais no sería, sin embargo, el único edificio que se filtraría en el archivo de imágenes de las edificaciones fabriles argentinas: el mencionado Palacio de Cristal –construido para la Gran Exposición en Londres de 1851– y la Gare d’Orsay –actual museo– aparecerían recurrentemente en diversas obras. 3

La referencia a estas imágenes ha sido interpretada como un intento por trasladar su primer interés en los recorridos urbanos y en los edificios donde su padre había trabajado hacia una perspectiva más amplia en términos históricos y geográficos. Sin embargo, podría tratarse menos de una ampliación que de una verdadera disrupción donde el orden del archivo es alterado para recodificar, a través del pasado, las imágenes del presente y con las del presente, a su vez, las del pasado. Para explicar este procedimiento deberemos, otra vez, volver a Dostoievski.

Cualquier viajante que llegara a Londres durante los años 60 del siglo XIX iba a encontrar al Palacio de Cristal en su esplendor, con una cantidad de años suficientes para tener un prestigio consolidado, pero no los necesarios como para dejar de ser una maravilla técnica. Frente a ese despliegue, Dostoievski quería levantar su puño ante esa paz perpetua que veía imponerse desde ese palacio. En ese invernadero libre de tensiones, como sostiene Sloterdijk, se alcanzaba el fin de la historia: todo acontecimiento se convertía finalmente en un mero problema doméstico. 4

En la interpretación clásica de Marshall Bergman hay, sin embargo, una vuelta más.5 Para él, el temor excede al de ese orden asfixiante del capitalismo: lo que está en juego es la desaparición misma de la ciudad y su reemplazo por las estructuras repetitivas de las construcciones de acero. Lo que haría temblar a Dostoievski sería no solo ese consenso impuesto, sino, en última instancia, el fin de la ciudad, la desaparición de su San Petersburgo.

En las imágenes que selecciona Zargón hay una primera diferencia con los edificios que había visto el ruso: sistemáticamente, se evitan las fotografías que muestran ese momento de esplendor. Todas pertenecen a etapas de la construcción o a sucesos concretos donde esas arquitecturas sufrieron algún tipo de daño (como, por ejemplo, la inundación de la Gare d’Orsay). En algunos casos, incluso, los edificios están terminados pero vacíos, como si hubiesen sido recién abandonados.6 En conjunto, las arquitecturas representadas en las obras de Zargón se encuentran en los dos extremos de una vida edilicia: o en su etapa de proyecto y construcción o en su período de ruina y abandono. Todo está en la víspera de ocurrir o en el epílogo de lo que ya ha ocurrido.

Si Dostoievski podía leer esos edificios como el orden que todo lo incluye, las arquitecturas de Zargón muestran lo contrario, espacios que solo contienen restos. Y si Sloterdijk ve en ellos el fin de la historia, en donde ya no pervive conflicto, en estas imágenes ese quedarse por fuera del relato histórico es producto de una suerte de presente eterno donde incluso los aspectos más efímeros han sido abandonados para permanecer casi petrificados: las herramientas sobre el suelo, restos de vidrios que apenas se sostienen en las ventanas o reflejos estáticos sobre charcos de agua.

De algún modo, también la ciudad ha desaparecido. Las arquitecturas de Zargón son edificios aislados que ya han dejado de participar de la vida urbana y, como su trabajo sobre objetos inútiles, parecen caídos de los bordes de la historia. Las luces por fuera de los edificios apenas permiten –en casos muy puntuales– entrever las siluetas de algunos aspectos de la ciudad, pero marcan, la mayoría de las veces, solo un vacío que sostiene el edificio.7

Esas construcciones no regresan para recuperar una visión nostálgica de la modernidad o añorar relaciones laborales que implicaban funestas condiciones de trabajo. Lo que parecen mostrar estos edificios detenidos es su revés, sus otras historias, aquellos esfuerzos comunes que serían necesarios para completar su construcción, recuperarlos de un desastre o volverlos a la vida luego de su abandono.

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En Serie de Olam (1998), una mirada pausada permitía descubrir que estábamos ante una mezcla de diversas construcciones aunque resultara imposible distinguirlas. En otros casos, como en Once Orsay (1998), el espectador conoce cuál es el edificio referido pero debe reconstruir mentalmente la imagen cambiando el orden de los bastidores. Zargón le exige al observador que cumpla un rol frente a la imagen. Ya se trate de reconstruirla a partir de los fragmentos dados –que nunca encajan correctamente– o de reconocer que estamos ante una pintura –y no una fotografía– a partir de marcas mínimas de color desplegadas en el lienzo.

Si el reverso de los edificios era la condición faltante del proyecto común necesario para terminarlos, recuperarlos o reactivarlos, el otro lado de la imagen también pide al espectador un rol en la construcción, quizá aquél que no puede tener en la arquitectura real.

Durante este período en particular, la referencia a la fotografía analógica es fundamental para construir esa relación con el espectador. Gran parte del relevamiento de espacios que realizó Zargón fue a través del uso de una cámara analógica con película T-MAX P3200. Un film, ya discontinuado por la firma Kodak, que permitía fotografías en condiciones extremas de baja luminosidad. En las copias que sirvieron de base a las pinturas puede observarse no solo el granulado característico de una película de gran sensibilidad, sino también el contraste con la sobreexposición que se genera en los espacios exteriores, contraste lumínico que se traslada también a sus pinturas. Ese efecto de luz excesiva se combina con los espacios completamente en negro que suelen enmarcar las imágenes, como si, incluso dentro de una misma pintura, todo se esforzara hacia un equilibro entre lo subexpuesto y lo sobreexpuesto. Los edificios se encuentran atrapados en ese lapso donde la fotografía no se ha formado todavía o allí donde el momento exacto de exposición y revelado ha pasado. Incluso los bastidores de formato estrecho y vertical podrían referirnos lejanamente a las tiras de papel fotográfico que se usaban en los laboratorios analógicos para ensayar distintos niveles de exposición.

Tanto en la serie de Objetos inútiles como en la sucesión de fotografías de la Serie de la industria y los nuevos trabajos sobre imágenes en tres dimensiones –como por ejemplo, los realizados con el Palais des Machines–, el rol del espectador parece haberse modificado: ya no se le propone construir la imagen sino recorrerla. Así, de algún modo, caminar frente a esa sucesión de fotografías o visitar el espacio 3D sería la posibilidad de proponerle volver a circular por esos edificios, aunque solo imaginariamente.

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Si tomásemos una plancha de vidrio transparente utilizada en el Palacio de Cristal no encontraríamos su revés. Para ser más específicos, no podríamos distinguir su anverso de su reverso y lo que observaríamos dependería exactamente de la posición en la que nos encontrásemos. Quizá por esa capacidad de llevar significados disímiles, la metáfora del cristal se convirtió en una de las más recurrentes en la modernidad.

En este trabajo, el lugar donde hemos colocado la placa transparente establecía una relación entre las construcciones en cristal y los edificios fabriles abandonados en Buenos Aires. A partir de ahí, se sostenía un lugar del espectador que la artista planteaba desde ambos tipos de construcción.

Sin embargo, si modificásemos nuestra posición, el revés del cristal nos devolvería algo completamente distinto. Estas arquitecturas podrían leerse en clave opuesta: los espacios de exhibición frente a los espacios de trabajo, los lugares en construcción contra aquellos en ruinas, la claridad de las estructuras colosales ante los sombríos espacios industriales.

Si ambas perspectivas podrían devolver imágenes distintas no sería por una incongruencia lógica, sino por una propiedad del cristal. Quizá por eso, Viviana Zargón pueda volver la mirada sobre ellos a partir del archivo de fábricas abandonadas en la Argentina. Quizá por eso, podamos volver la mirada a Dostoievski y pensar nuevamente en puños levantados a oscuras.


1 Según relata la artista, cuando vio por primera vez la obra Green Street (1992), de Rómulo Macció, decidió comenzar a fotografiar diversos lugares del puerto de Buenos Aires, especialmente aquellos donde su propio padre había trabajado en los años 60. Del registro de esos recorridos, Zargón tomaría las primeras imágenes para trasladar a la tela.

2 En la exposición realizada en la galería romana Art Gallery Banchi Nuovi Srl en 1996 podían observarse obras que remitían directamente a la producción de Peter Blake, puntualmente a su obra Kim Novak, de 1959. Si bien las referencias son explícitas, Zargón evitaba en estos casos la incorporación de un objeto externo al bastidor –un recurso habitual en el artista británico– y, en cambio, distribuía el espacio a partir de bandas horizontales que aludían también a sus propios trabajos caligráficos de finales de los 70.

3 Las imágenes del Palais des Machines –tomadas del libro Palais des Machines (Architecture in Detail) de Stuart Durant– aparecen por primera vez en la obra Estandarte de 1997. Hacia 1998 comenzará a visitar la biblioteca de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires de donde saldrán las estampas de la Gare d’Orsay y del Palacio de Cristal, utilizadas por primera vez en obras de 1998 y 2001, respectivamente.

4 Sloterdijk, Peter (2007), “El Palacio de Cristal”, en El mundo interior del Capital: Para una teoría filosófica de la globalización, Madrid, Editorial Siruela, pp. 203-211.

5 Bergman, Marshall, Todo lo sólido se desvanece en el aire: La experiencia de la modernidad, Buenos Aires, Siglo XXI, 1988.

6 En este período de la obra de Viviana Zargón, el ser humano solo queda aludido a través de la maquinaria o las herramientas abandonadas. Es paradigmática su Serie de la industria (2013) donde se muestran las huellas de los trabajadores en una fábrica que acaba de ser cerrada. Solo en casos muy puntuales, como A person (2005), aparece la figura humana, aunque completamente oscurecida, genérica o fantasmagórica y sin ningún rasgo identificatorio.

7 Las únicas imágenes propiamente urbanas que aparecen en este período en Zargón son pinturas de fachadas en telas verticales. Pero, más que vistas urbanas, resultan edificios representados en fuga que apenas si entran en los límites del bastidor.