Viviana Zargón: Una Restrospectiva

Valeria González

En 1976, con escasos dieciocho años, pero ya segura de que sería artista, Viviana Zargón parte a estudiar a Barcelona. Regresa al país en 1982 y, al poco tiempo, exhibe su obra en Ruth Benzacar, una de las galerías más importantes de Buenos Aires. Desde entonces, su trabajo nunca pasó desapercibido para la crítica. Entre 1997 y 1998 encontró una imagen distintiva, en la cual ha concentrado el trabajo sutil y obsesivo de los últimos quince años, y por la que es hoy plenamente reconocida. Sin duda, las dos décadas anteriores, colmadas de actividad pictórica, exposiciones y vínculos con el mundo del arte, fueron determinantes en la vida de la artista para llegar a ese punto de madurez; pero de ningún modo este camino puede ser reducido a un esquema de evolución formal. Más bien, se trata de un itinerario que ha avanzado a fuerza de saltos y giros de dirección, de riesgos tomados a menudo de modo intuitivo, siguiendo el pulso de un contexto o de motivaciones inconscientes, y cuyo sentido puede releerse ahora, a la distancia privilegiada de una mirada retrospectiva.


¿Cuándo sientes que comienzas a elaborar un lenguaje plástico personal?, le preguntó Elena Oliveras en una entrevista para el diario Clarín a inicios de 1989.1 Viviana Zargón contestó sin dudar: En Buenos Aires, a partir de 1982.

En efecto, un cambio abrupto tuvo lugar entre las abstracciones pálidas y elegantes que había realizado en Barcelona y las abigarradas figuraciones de paletas furiosas que comenzó a pintar luego de su regreso. Este salto no es difícil de explicar si tenemos presente que aquella primera producción no cuenta tanto como obra propiamente dicha, sino como ejercicios –impecables, pero también en cierto modo conservadores– de formación plástica. Debemos también considerar lo diferentes que fueron, en aquellos tiempos, los mundos artísticos que Zargón transitó en Barcelona y luego en Buenos Aires.

Cuando la artista partió al extranjero, en 1976, no solo se abría en su país la dictadura más violenta; también se clausuraba una de las etapas más sobresalientes del arte argentino, que había colocado a Buenos Aires a la par de las ciudades centrales del experimentalismo contemporáneo. En Barcelona, los círculos académicos de las bellas artes vivían una etapa de formalización e institucionalización de la pintura matérica y gestual que había estallado en los años 50, en la década de máxima expansión del modelo norteamericano del expresionismo abstracto. Joan Hernández Pijuan (pintor de la generación de Antoni Tàpies) fue uno de los maestros más influyentes en la formación de Viviana Zargón. Como ella misma destacó en varias oportunidades durante los años 80, lo fundamental de aquel aprendizaje fue la adquisición de “conceptos plásticos, más acá de toda figuración o abstracción”. El giro que su obra cobró al llegar a Buenos Aires demostró rápidamente su capacidad para hacer uso propio de esa maestría técnica adquirida.

El flanco más insustancial del modelo pictórico norteamericano de posguerra era el discursivo. Mientras críticos como Clement Greenberg habían establecido la represión de todo lenguaje verbal a favor de una visualidad “pura”,2 los artistas resistían en su defensa del “contenido” a través de una mélange de ideas extemporáneas (lo sublime, lo mítico, lo primitivo, lo heroico, lo religioso, lo trágico, etc.), tomadas en términos de esencias universales y eternas. La tesis de graduación de Viviana Zargón deja sentir esa carencia de lenguaje, que oscila entre la perplejidad frente a la supuesta inefabilidad de la imagen y el echar mano de los dichos de la generación de Barnett Newman. Aún en la citada entrevista de 1989, Zargón insistía en el arte como una fuerza “mágica” y “atemporal” capaz de apresar “lo esencial del hombre”. Sin embargo, a contrapelo de estas coartadas discursivas, para esa fecha su hacer artístico había demostrado una capacidad singular para captar e integrarse, no a categorías universalistas, sino al movimiento específico que las artes y la cultura de su país estaban atravesando en aquel momento. Es necesario dejar sentado el grado de protagonismo de Viviana Zargón en ese capítulo singular de la historia del arte argentino que fueron los años 80.

Es una época en la que todo pasa en la calle

La Compañía

La cultura de los 80 en la Argentina estuvo consustanciada con el proceso de reapertura democrática del país, y en ella se expresaron tanto el repudio a la represión de la dictadura militar como el fervor por las libertades recobradas. Si bien la recuperación del espacio público y de las prácticas colectivas tendía un lazo evidente con la herencia del arte combativo de los 60 y los 70, en los años 80 se instituyeron como recursos omnipresentes que abarcaron manifestaciones culturales del más diverso signo. Éstas encarnaron a menudo otro retorno de lo reprimido: el cuerpo y la sexualidad. Desde el teatro independiente hasta la pintura gestual, el arte de los 80 fue esencialmente performático y multidisciplinario, y la puesta en juego del cuerpo ofició muchas veces de puente fluido entre lo político y la celebración de la expresión individual. Las manifestaciones artísticas más interesantes y representativas sucedieron fuera de las instituciones, en las calles, en sitios imprevistos, en teatros, bares y discotecas underground. Paralelamente, a partir de ciertos discursos críticos y curatoriales, se conformó en el sistema del arte un nuevo modelo, la pintura argentina de los 80, con claras influencias de las estéticas difundidas desde Europa como la Transvanguardia o el Neoexpresionismo.3

Viviana Zargón se integró activamente en estas dos esferas: la primera, más espontánea, relacionada con la constitución de nuevos vínculos con artistas y con la participación en experiencias creativas grupales; en segundo lugar, su nueva obra pictórica fue incluida extensamente en exposiciones que hoy consideramos paradigmáticas de la pintura argentina de los 80. Recién llegada, fue invitada al conjunto de muestras organizadas como Homenaje de las artes visuales a la democracia, en diciembre de 1983. En la galería Arte Nuevo, junto a artistas de la talla de Víctor Grippo, Enio Iommi, Guillermo Kuitca, Juan Pablo Renzi, Emilio Renart, entre muchos otros, se decidió generar una experiencia plástica colectiva, ambiental y participativa titulada Obra abierta.4

Al final del siguiente año, Zargón fue convocada, junto a otras artistas mujeres, a pintar en público en el Centro Cultural Recoleta (entonces Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires). En paralelo, un extenso grupo se reunía para exhibir en el espacio El Ciudadano, en la calle Costa Rica. Entre los participantes, ya estaban los cinco pintores que pronto conformarían el grupo La Compañía: Viviana Zargón, Diana Aisenberg, Fernando Fazzolari, Carlos Masoch y Luis Pereyra. Los volvemos a encontrar en marzo de 1985, realizando una muestra paralela a uno de los espectáculos de Emeterio Cerro en el teatro Espacios.5 Cerro fue una de las figuras representativas de aquel nuevo teatro joven que iba de lo dramático a lo hilarante en su búsqueda por romper los años de censura y silencio de la dictadura. También representativa era la convivencia constante de la plástica, el teatro y la performance: se trataba menos de objetos a ser exhibidos que de generar espacios y experiencias para transitar en común. En compañía: precisamente ése fue el nombre y la búsqueda que alentó la formación de aquel quinteto de pintores. Se presentaron en público por primera vez en abril de 1985 en el Centro Cultural General San Martín, donde, además de las piezas individuales, generaron colectivamente una instalación plástica denominada La adoración de la Madonna de la pintura.6

A fines de ese mismo año, Viviana Zargón fue invitada a exponer en una secuencia de cuatro muestras personales en la galería Ruth Benzacar (la acompañaron Pablo García Reinoso, con esculturas; Max Ruiz, con fotografías, y Jorge Simes, con grabados). Su obra fue reseñada en todos los medios importantes del momento. Las diferentes miradas críticas coincidían en la apreciación de un singular equilibrio entre dos fuerzas contrapuestas: un impulso centrífugo dado por la iconografía, por la yuxtaposición de motivos incongruentes y de referencias culturales diversas, y una sabiduría ordenadora manifiesta en el uso constructivo de una paleta amplia y saturada y en la solidez de las composiciones.7 El modelo de la Transvanguardia italiana, conocido en ese momento por gran parte de los críticos y curadores de arte, servía como catalizador para comprender el repertorio heterogéneo de Zargón y, particularmente, la alusión al mundo clásico a través de motivos fragmentarios. Contrariamente, parecía difícil capturar el sentido específico y contextual de la obra. Como ha probado Viviana Usubiaga, en la pintura argentina de los 80 latían urgencias particulares que no pueden ser reducidas al simple impacto de las tendencias del mercado internacional. 8

Paradójicamente, es en la admonición conservadora que, desde una columna del diario El Cronista Comercial, le dedicó a Zargón el crítico César Magrini, donde podemos hallar una pista. Sugería que la artista debería “revisar la multiplicidad y la simultaneidad de sus medios […] purificar su lenguaje” y observaba con desagrado que ella “quiere decir muchas cosas, todas de una vez, y varias de esas cosas son entre sí inconciliables, por ejemplo, lo que en teatro serían varias acciones que se desarrollan al mismo tiempo”.9 Precisamente, ésa era una de las características del experimentalismo escénico en los primeros años de la recuperación democrática, un ámbito en el que, como hemos dicho, los artistas plásticos circulaban fluidamente. A menudo, la permeabilidad entre el teatro y la pintura de los 80 se ha reducido a la condición performática de la pincelada gestual (explotada en cuanto tal, como hemos visto, en las propuestas donde los artistas pintan “en vivo”). La condición teatral de las imágenes de Zargón va más allá y consiste en sugerir, en el plano de la tela, un espacio ilusorio donde pueden cohabitar tiempos, personajes, objetos, situaciones y sentimientos divergentes. Su obra se suma así al impulso cultural de aquella época, donde la asimilación de un pasado traumático daba lugar a expresiones contradictorias, cargadas de euforia o dramatismo.

Existieron, entonces, dos momentos

En 1986, Viviana Zargon fue convocada para participar en Vanguardias, una extensa exhibición en la galería Arte Nuevo que daba cuenta del peso y la amplitud del modelo de la pintura argentina de los 80. Entre los diecisiete artistas invitados se encontraban, además del quinteto de La Compañía, figuras hoy paradigmáticas como Juan José Cambre, Ana Eckell, Guillermo Kuitca, Osvaldo Monzo, Duilio Pierri, Alfredo Prior, Juan Pablo Renzi y Marcia Schvartz. Ese mismo año, Zargón formó parte del equipo de mujeres que compusieron la primera edición de Mitominas, presentada durante noviembre en el Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires. A diferencia de las típicas exposiciones colectivas “de mujeres” –criterio curatorial tan reiterado como insípido–, Mitominas nació como un ambicioso proyecto de creación colaborativa interdisciplinaria en torno de un eje de reflexión explícito. En su tesis doctoral de 2011, María Laura Rosa estableció la relevancia de dicho evento, sumido luego en el olvido merced a la despolitización de los temas “de género” en los 90.10 Viviana Zargón y Micaela Patania presentaron una ambientación tomando como referencia “los tres estilos de mujer” descritos en el texto de Susana Pravaz sobre la base de las figuras clásicas de Hera, Afrodita y Atenea. Tanto las imágenes femeninas representadas en las paredes como los objetos colocados en el piso simbolizaban la mitificación de los roles femeninos en el hogar, el erotismo o el trabajo. No se trataba de un espacio que el espectador podía recorrer; más bien era una puesta en escena que podría pensarse incluso como una versión tridimensional de aquellos cuadros teatrales de Zargón. Si bien el repertorio iconográfico era diferente, la acumulación de elementos, la sintaxis sabia e imprevista y, sobre todo, la coloración estridente nos remiten a la obra pictórica de aquella época.

Pero, también, Mitominas puede ser considerada como parte de las experiencias finales de la efervescencia cultural de los 80. Al encarar la primera retrospectiva centrada en dicho fenómeno, Escenas de los 80, los primeros años, la curadora Ana María Battistozzi estableció un límite cronológico en 1986-1987, señalando que la década en cuestión implicó “dos momentos con articulaciones políticas y sociales diferenciadas”. 11 En la disolución de aquel fervor incidieron factores extraartísticos, que van desde las presiones del estamento militar hasta las crecientes dificultades de una economía ahogada por la deuda externa. Entre fines de los 80 e inicios de los 90, algo en la pintura de Viviana Zargón también se apaga.

En general, el cambio de década no aportó un clima propicio para la obra de los artistas surgidos al calor de la cultura de los 80. Una atmósfera diferente se gestaría al compás de las regulaciones neoliberales con las que el nuevo gobierno se propuso campear la crisis económica. Una serie de exposiciones donde fue incluida la obra de Zargón, junto con otros protagonistas de la pintura de los 80, fue vista con perplejidad por la crítica, que expresaba su escepticismo frente a una situación percibida como ecléctica y carente de orientación. En esta queja subyace una demanda por la categoría unificadora de un estilo reconocible. Esta pregunta no había sido determinante en el anterior período cultural, donde, en las experiencias y agrupaciones entre artistas de diversos lenguajes, lo que estaba en juego no era la consolidación de tendencias, sino el compartir actitudes y un espíritu en común. Un nuevo modelo –el arte argentino de los 90– se gestó entre 1989 y 1992 en torno del programa curatorial llevado a cabo por Jorge Gumier Maier en la galería del Centro Cultural Rojas. 12 Si bien en un inicio las exposiciones se alimentaron de los semilleros alternativos de los 80, ya a fines de 1989 quedó claro que lo que estaba en juego era la emergencia de un nuevo estilo visual. Un estilo que se diferenció programáticamente de la pintura gestual de la década anterior, que acudió a nuevos referentes históricos, desde el arte pop a los movimientos concretos, y que terminó siendo percibido como representativo de la nueva cultura menemista. No es éste el lugar para volver sobre las complejas discusiones en torno de un supuesto arte “light” o despolitizado, pero cabe recordar que dicho significante ofició de quiebre generacional y que, como todo modelo definido, también el nuevo arte de los 90 operó exclusiones. La obra de Viviana Zargón, como la de tantos otros artistas, cambió su posición relativa en el interior del sistema del arte local. Paralelamente, fue en el decurso de esta década, y a través de un derrotero tan fértil como cambiante, como la artista encontraría su imaginario más distintivo y singular.

Los años 1989 y 1990 encontraron a Viviana Zargón en un momento de zozobra. Hoy, a la distancia, la artista comprende la producción de aquel momento como una necesidad de transición. En las nuevas obras, las paletas se contraen o se enfrían. Sobre todo, desaparece la locuacidad narrativa de la pintura anterior. Zargón sustituyó los escenarios, preferentemente apaisados, cargados de relatos y complejas relaciones espaciales, por grandes telas de formato vertical y de composición simplificada. Motivos geométricos o caligráficos se organizan en bandas o encadenamientos paralelos que ocupan el primer plano. No hay nada detrás. Más altas que una persona promedio, las telas nos enfrentan con modulaciones volumétricas o lumínicas que se condensan en la superficie. Más que un nuevo territorio conquistado, parece que estamos en presencia de un terreno vaciado, de una suerte de exilio interior. Desaparecen también los títulos literarios y en su lugar adviene un nombre genérico: Huellas. Una huella es el rastro de algo ausente.

En efecto, el relato dramático había sido sustituido por efectos abstractos de luces y sombras que se desarrollaban en el plano. En 1990, Viviana Zargón participó en una propuesta conjunta con Silvia Rivas y Micaela Patania en la galería Tema. Sus pinturas, muy verticales, estaban pobladas de formaciones de bordes filosos y colores terrosos. Para activar la corporalidad de la mirada, las artistas idearon una situación ambiental, ocupando con sus pinturas el espacio, mediante una suerte de biombos, y dándoles protagonismo a los juegos de iluminación. 13 Si, por un lado, la labor colectiva y el interés por la experiencia ambiental nos recuerdan la atmósfera de los 80, algo de aquel entusiasmo se había desvanecido, y más bien la teatralidad, confiada ahora al manejo escenográfico del montaje y de las luces, parecía reponer lo que la pintura no podía.

Más simple y eficaz

Esa sensación de impotencia de la pintura quedó definitivamente atrás en 1993, como evidencia el conjunto de obras de su exposición individual en la galería Julia Lublin. Como observó Fabián Lebenglik comparando ambas muestras, la artista, “con cuadros de factura ‘tradicional’, vuelve sobre la cuestión, pero la plantea de manera más simple y eficaz”.14 Significativamente, las tramas que constituían las pinturas-biombos de aquella instalación se transforman en el marco de un recuadro central donde reaparece la figuración narrativa.15 Más aún, emerge por primera vez el campo iconográfico que, en adelante, conformaría el eje de la obra de Zargón: las ruinas urbanas.

En estas nuevas pinturas predominaba aún el respeto por la superficie del trabajo anterior: la planimetría de las guardas o grillas geométricas que constituyen el borde se continúa en el recuadro central, pues las escenas urbanas rehúyen la perforación ilusionista de la perspectiva y se organizan preferentemente en cuadrículas o bandas horizontales. Una paleta uniforme basada en tonos pardos reafirma esta continuidad. “Retícula y paisaje se recubren, enmascaran y mimetizan”, afirmaba en el catálogo Fabiana Barreda. 16 La cita borgeana –la ubicuidad de un libro de arena sin fin ni principio– de la autora puede servir para señalar también la continuidad de la referencialidad difusa de la geometría en estas nuevas ruinas que parecen pertenecer a todas partes y a ninguna. Un acontecimiento puso fin a esta serie.

En 1992, en la Fundación J.F. Klemm, Rómulo Macció había exhibido una serie de pinturas inspiradas en vistas de la ciudad de Nueva York. Dos años después, Viviana Zargón se apropió de una de ellas, titulada Green Street. No solo sometió la imagen del pintor a su propia reelaboración formal; fundamentalmente, revirtió su estatuto referencial. La artista nombró a esta obra Rómulo pintó mi infancia, y el escenario arquitectónico dejó de ser un fragmento de Manhattan y pasó a evocar el entorno portuario de Buenos Aires donde había trabajado su padre y que tantas veces, desde la niñez, había transitado en su compañía. La suerte estaba echada. Más precisamente: el camino que conduciría hacia la singularidad a ese mundo iconográfico que, hasta entonces, se había desenvuelto en las significaciones genéricas de las ruinas urbanas. Su pintura abandonaría el registro de lo simbólico para ingresar en el campo de la memoria.

Vestigios arquitectónicos emergen de su sepultura

No obstante, este desplazamiento iba a darse por etapas paulatinas. La imagen urbana de Macció fue un puente transicional. El paso hacia tierra firme consistió en hacer de este descubrimiento una estrategia de trabajo. La artista volvió a aquellos lugares del recuerdo a buscar, cámara en mano, los referentes precisos. Sus primeras fotografías se concentraron alrededor de una grúa en desuso y visiblemente destruida que permanecía, como un fantasma impertérrito, en el antiguo puerto. Particularmente un par de tomas cercanas de la cabina, que eludían el contexto y se concentraban en los deteriorados maderos y los vidrios rotos, comandarían un cambio inicial en su obra pictórica. En 1995, por primera vez, trasladó miméticamente sobre el lienzo una de aquellas fotografías en blanco y negro. Al principio, estos fragmentos hiperrealistas ocuparon solo el registro superior dentro de la misma estructura bipartita y acentuadamente vertical que ella venía trabajando en los últimos años. En tanto el nuevo elemento de inspiración fotográfica tendía a repetirse, la artista seguía ensayando las mismas variaciones matéricas y simbólicas en los registros inferiores: superficies pastosas de tonos pardos donde se incorporaban palabras, fórmulas numéricas o diversas grafías crípticas que evocan antiguos manuscritos esotéricos o revistas de divulgación científica. No solo dos lenguajes, sino dos tiempos divergían allí, pues mientras la parte de abajo, más extensa, se mantenía atada a su propio pasado pictórico, emergía arriba de ella un nuevo lenguaje, decisivo para el futuro.

El desplazamiento desde las fuentes pictóricas que habían dominado, desde el principio, su producción hacia la fotografía como nuevo referente estilístico y semántico se consumaría por completo a partir de 1997. El políptico Serie de gravedad marcó el punto de culminación de las estructuras bipartitas. Si antes la escena fotográfica coronaba al modo de un friso narrativo el panel principal, en esta pieza toma un papel mayor. La sintaxis seriada de la obra deriva de la naturaleza de las capturas fotográficas: los registros superiores nos presentan una secuencia de puntos de vista de la misma grúa que pueden “leerse” de izquierda a derecha. Los campos inferiores dejan de ser un elemento flotante yuxtapuesto para integrarse en esta estructura rítmica y tectónica. La escritura subraya la base de las grúas como un piso; debajo de él, como el título indica, el largo plano terroso se ve afectado a una fuerza de atracción, señalada en este caso por figurillas humanas que se precipitan hacia el borde inferior. Una tensión vertical descendente articula con el ritmo secuencial horizontal de las fotografías. Una vez integrado, subordinado, el cuadro informalista y simbólico a la lógica de la pintura hiperrealista, ya podía ser eliminado por completo. Es el paso que la artista dio ese mismo año en 750, 751: por primera vez la tela fue ocupada enteramente por la imagen fotográfica. En la siguiente, Estandarte, junto al lienzo hiperrealista, la artista colocó otro, monocromo, de idénticas proporciones. Ese plano negro consumaba dos instancias: no solo la exclusión radical del vocabulario simbolista, sino también la sustitución de las estructuras de apilamiento vertical por la sucesión horizontal de módulos paralelos que hacen eco del desplazamiento del observador en el espacio expositivo. En 750, 751, las tomas de la grúa no se adaptaban bien a un formato que era aún exageradamente vertical (160 x 24 cm.), pero Viviana Zargón, ya decidida en su nuevo rumbo, había comenzado a recorrer la ribera del río de la Plata de punta a punta, y en este caso utilizó una imagen capturada en el Puerto de Frutos del Tigre. Inmediatamente después, en Estandarte, utilizó por primera vez una fotografía apropiada, tomada de un libro sobre la Revolución Industrial. Ya quedaba claro que, si el recuerdo personal la había conducido hacia el puerto, el encuentro con las ruinas de una economía argentina que había enarbolado sueños de progreso le devolvía significaciones que trascendían ampliamente su propia biografía.

En efecto, lo que estaba en juego no era un simple cambio en la manera de pintar. El propio ámbito del sentido apareció trastocado cuando su obra se despegó finalmente de las simbologías trascendentes o esotéricas para ingresar en el campo de la memoria. Memoria personal y colectiva, porque el recuerdo infantil, con toda su carga de melancolía, pudo precisamente abrirse paso cuando la sociedad argentina comenzó también a lamentar sus propias ruinas. En 1997 ya se habían desatado las primeras protestas piqueteras contra el régimen de desindustrialización neoliberal. En el campo del arte, el modelo reinante en los 90 se agotaba e ingresaba en su etapa retrospectiva, en tanto aparecían nuevas manifestaciones comprometidas con la creciente crisis económica, política y social que culminaría en los estallidos de diciembre de 2001.

Los restos mortales de la pujante industria argentina

En el curso de esos años, los significados específicos de la nueva pintura de Viviana Zargón se fueron también clarificando de a poco. En primer lugar para la propia artista, en el breve pero intenso proceso que va de 1995 a 1997, en el que la imagen fotográfica del puerto dejó de ser una intrusión disruptiva en un código ajeno para adueñarse completamente del campo pictórico. El proceso entero fue exhibido en noviembre de 1997 en la galería Filo. No obstante, el discurso crítico se mostró más lento para entender su desembocadura. El halo “indescifrable” o “enigmático” que emanaba de los estratos inferiores de las estructuras bipartitas se mantuvo dominante en las lecturas y tendió a oscurecer también la relevancia referencial de las fotografías. El dato explicitado en el texto de presentación de Ed Shaw –“una foto sacada en una grúa del puerto”– no lograba aún inspirar asociaciones que compitieran con la fuerza retórica de los misterios oníricos o metafísicos (Fabiana Barreda), o con la alusión arquetípica a “la casa como lugar de pertenencia” (Elena Oliveras).17 A fines de 1998, una nueva exposición individual de Zargón evidenciaba la decidida concentración de su pintura en los registros fotográficos de ruinas fabriles. Oliveras, curadora de la muestra, aún creyó necesario vincular aquellos referentes a la indeterminación poética de “una ciudad ideal perdida”. 18 En 2000, una nota anónima de una revista barrial testimoniaba el otro extremo del arco: de qué modo la crisis del régimen neoliberal de los 90 se volvería el marco interpretativo dominante en la percepción del entorno urbano: la pintura de Zargón, afirma el comentarista, “retrata los restos mortales de lo que fue, hasta no hace mucho, la pujante industria argentina […] elementos que supieron ser engranajes de un sistema productivo desmantelado”.19

La mencionada exposición –que tuvo lugar entre octubre de 1998 y el verano de 1999 en el Centro Cultural Borges– es, probablemente, la más significativa en la carrera de la artista, una suerte de bisagra que testimoniaba tanto la resoluta conclusión de las experiencias de la década que finalizaba como los futuros matices de una investigación que continuaría en los años 2000. Ya mencionamos que, en las últimas obras de 1997, la composición en estratos verticales, que acentuaba la autonomía del cuadro, comenzaba a ser sustituida por secuencias de módulos paralelos que sintonizaban con el desplazamiento real de un espectador en la sala. Esta sintaxis se vuelve dominante en la nueva exposición. El uso de módulos, por un lado, quiebra el espejismo ilusionista del hiperrealismo al fragmentar la imagen; por otro, acentúa su presencia –sobre todo cuando los lienzos apoyan directamente en el suelo– al mimetizarse con la escala y la posición del cuerpo del espectador en el espacio real. Viviana Zargón ensaya las diversas posibilidades formales e iconográficas del nuevo sistema. Puede tratarse de una imagen unitaria arbitrariamente segmentada (Serie de SOK), o bien de la reunión de fragmentos discontinuos que se “reúnen” en la proyección imaginaria de la mirada. Si, en el primer caso, la integridad de la caja perspectiva favorece la tradicional sensación de una “ventana” a un exterior, en Once Orsay, colocada sobre el piso y ocupando los 90 grados de un ángulo, la artista juega con una relación ambigua, de ida y vuelta, entre la fuga ilusoria y la contingencia del espacio físico. A veces, como en Bash, ya ninguna reconstrucción óptica de una única perspectiva es posible: la lógica fragmentaria y secuencial de la fotografía domina la imagen. Para acentuar este efecto, la artista repitió el recurso de los paneles monocromos adjuntos a cada módulo; pero –variación esencial– ya no se trataba de pinturas, sino de piezas metálicas, material que se encuentra a menudo en las construcciones fabriles.

Las estructuras de vidrio, hierro y acero, sobrevivientes de la arquitectura funcional desatada por la Revolución Industrial, comenzaron a interesarle. A pesar de sus reiterados pedidos, no pudo acceder al permiso de fotografiar los galpones de Retiro. Acudió entonces a las reproducciones fotográficas de la antigua estación de Orsay, y también (en Serie de Olam) del Palais des Machines, las que combinó con sus propias tomas de ruinas encontradas en la antigua vía ferroviaria que, en pocos años, sería remodelada como el turístico Tren de la Costa. Así, los monumentos franceses convivían en la sala con ruinas locales: otro ejemplo conspicuo es la vista lateral del ex Molinos Río de la Plata, hoy reconvertido en ícono glamoroso del nuevo barrio de Puerto Madero (Serie de SOK). Esta apertura iconográfica es importante, pues nos indica más precisamente qué es lo que su pintura toma de la fotografía, y en qué aspectos también la trasciende. El lenguaje hiperrealista y el blanco y negro son fundamentales, porque evocan los rasgos de la fotografía, pero ésta importa menos como huella específica de una realidad puntual que como accesorio generalizado de la memoria. En otras palabras, en el clima cultural de fines de los 90, la apuesta de Zargón no apuntaba tanto al recuerdo como preservación arqueológica de tal o cual edificio, sino a la renovada mirada sobre la historia, reciente y lejana, que esas multiplicadas ruinas industriales comenzaban a estimular. La fotografía, como una ruina, es un fragmento que opera como vehículo mnémico, pero su relación con la reconstrucción del pasado es compleja. Las sintaxis de fragmentación que utiliza Viviana Zargón significa mucho más que una resolución formal, denota la naturaleza misma de la memoria, que procede, también, mediante ordenamientos selectivos y cambiantes de restos fragmentarios. 20

Luces y sombras de una nueva década

En 1999, Zargón realiza la primera versión de Villa Flandria. Es una obra fundamental porque, de la mano de un referente arquetípico de la utopía industrialista en la Argentina (Algodonera Flandria, 1929-1996), se inaugura un nuevo modelo de cuadro. El espacio interior de un galpón es representado de acuerdo con las reglas clásicas de la perspectiva centralizada del Renacimiento, dispositivo que coincide exactamente –como se ha notado 21 – con el registro monocular de la cámara fotográfica. Obra fundamental porque plantea el opuesto específico de las pinturas fragmentadas descritas anteriormente: si éstas trasuntan la labor de la memoria como una suerte de puzzle subjetivo y transitorio, aquélla acude al código de la objetividad, es decir a la equivalencia entre representación y realidad. Si la imagen unitaria de Villa Flandria genera la sensación de presencia de un espacio ilusorio, las anteriores evidencian la presencia física del cuadro. La cuantiosa obra realizada a partir de 2000 y hasta el presente se basa en la exploración dialéctica de estos dos modelos.

Además de seguir trabajando con ruinas célebres como la estación de Orsay o el Palais des Machines, Zargón continúa engrosando con su cámara los referentes locales: junto a Flandria, los restos de la fábrica y depósito de aceites (1924-1992) que más tarde ocuparía la Ciudad Cultural Konex; el predio abandonado que fue sede, en San Isidro, de Obras Sanitarias de la Nación; la vieja Maltería Hudson, antes de ser reconvertida en un proyecto de urbanización y negocio inmobiliario, entre tantos otros. A veces, la artista explicita el sitio específico a través de sus títulos; más a menudo acude a menciones genéricas (Astillero, Destilería, etc.) o a asociaciones divergentes. Recordemos haber mencionado la importancia de la fotografía documental, pero también cómo la artista la trasciende. No se trata de un archivo. Más que una empresa extensiva de recolección de casos, su labor se ha basado en la investigación intensiva de variaciones pictóricas sobre un repertorio iconográfico recurrente y relativamente acotado. La vastedad radica aquí, al punto de que la obra de Zargón nos hace pensar en un universo de matices potencialmente infinito. Para no tornar infinito este texto, proponemos concluir destacando dos variantes estructurales relevantes.

La primera concierne a la luz, materia prima de la fotografía y también de las claves o estructuras de distribución de valores de la pintura. En una obra acromática como la de Zargón, resulta lógico pensar en el protagonismo de las claves lumínicas. Este protagonismo aparece ya también en Villa Flandria. Entre otras cosas, el pasaje al Alto Renacimiento en el siglo XVI había implicado que las reglas de disminución programada de la perspectiva no eran solamente formales (relativas al dibujo), sino también tonales o “atmosféricas”: el uso de la pintura debía sugerir la mengua de la visibilidad que se produce a medida que nos alejamos del punto de vista del observador. En esta tela, Zargón obedece la regla de la perspectiva en el dibujo, pero subvierte el criterio de gradación lumínica. En efecto, el primer plano está sumido en una densa penumbra, así como en el fondo se concentran los valores más altos. En los ventanales que ocupan el punto de fuga, un renacentista hubiera generado un recurso de succión hacia el horizonte; aquí, una luz cegadora cierra el paso de la mirada. A partir de 2004, Zargón extrae las máximas consecuencias de este planteo, hasta llegar, en obras como Kon-fin o Ausente, a poner en diálogo la caja ilusoria de la perspectiva con la tradición materialista del monocromo negro. Si, en otras piezas, la dificultad de la memoria se presentaba a través de la coexistencia de fragmentos, aquí deviene una cualidad de la mirada, que debe esforzarse en condiciones de luz o de penumbra excesivas. Una vez más, resulta claro que están en juego significaciones que exceden el mero recurso formal: múltiples asociaciones emergen en el cruce de la oscuridad, la ruina y la memoria.

Estas significaciones también apelan a un nuevo contexto histórico. Si, en el horizonte de la crisis de 2001, las ruinas fabriles podían aludir de manera más o menos unívoca a la queja generalizada en la sociedad frente al fracaso del desmantelamiento neoliberal, esos restos se vuelven más ambiguos en el marco de una nueva era política que propugna la recuperación del proyecto industrial argentino. En efecto, aún no está claro cómo ha de tramitarse a largo plazo esta “recuperación” en el interior de una economía global que ya no es la del modelo industrial histórico (1929-1976). Entretanto, el argumento conservador de las crisis cíclicas empantana todavía más el terreno de la opinión pública. Viviana Zargón no labra su insistente obra para emitir juicio al respecto, sino para indicar que esos rastros materiales importan y que aún están a punto de decirnos algo. Que el pasado puede volverse enigmático, pero no puede ser sencillamente descartado.

Continuando con el tema de la luz en la pintura, es sabido que el estilo barroco, en el siglo XVII, opuso a las atmósferas parejas del Renacimiento una iluminación discontinua: grandes espacios penumbrosos tocados por zonas de claridad puntual. Estos dos modelos, que conviven en Villa Flandria, han generado una intensa dialéctica a lo largo de la historia de la representación. Así como la bruma, la visibilidad relativa, fue explotada por los pintores románticos o los fotógrafos pictorialistas, la claridad objetivista sigue en pie, por ejemplo, en los dibujos de los arquitectos. Viviana Zargón vuelve a poner en juego este diferencial en dos versiones sucesivas de un mismo edificio. Se trata del molino y los silos introducidos en el puerto a principios del siglo XX, reconvertidos en el glamoroso Hotel Faena a mediados de los 2000. La primera versión fue realizada en 2001. Ella poseía una toma fotográfica del antiguo granero, pero ya se sabía cuál sería su destino inminente. El edificio parece alzarse, como una ruina romántica, en medio de un paisaje indefinido y vaporoso: la tituló, con cierta ironía, Hotel Felicity. En 2004, inaugurado ya el Faena, vuelve a pintar el mismo edificio: esta vez, se impone con toda nitidez en un espacio neutro y vacío, como si fuera obra de un programa de AutoCAD. Podemos pensar su belleza impoluta como fruto del borramiento de la historia.

La segunda variante va a desembocar en un nuevo acercamiento hacia la fotografía. Se trata de un proceso de trabajo que tiene lugar entre 2000 y 2003, alrededor de una toma de una casilla eléctrica encontrada en el predio abandonado de la Maltería Hudson. En primer lugar, la pinta, como siempre, de manera fotorrealista, pero esta vez emplaza el motivo sobre un fondo totalmente plano. En la pintura del hotel Faena recién referida, el tratamiento del fondo, aun en su extrema síntesis, no contradice la lógica perspectiva del volumen edilicio: éste se alza inequívocamente sobre una superficie de apoyo y todavía está contenido en un espacio ilusorio. Eliminado ahora por completo, la casilla –más un objeto que una arquitectura– flota en el centro de la superficie del cuadro, como si se tratara de una fotografía cortada y pegada. La pintura, por primera vez, imita el procedimiento digital del cut & paste y Zargón, profundizando dicha orientación, introduce también por primera vez una repetición secuencial del mismo motivo. Si la relación entre fotografía y pintura respetaba hasta entonces la unicidad del tableau, ahora la reproducibilidad del medio técnico lleva a la pintura hacia la lógica de un archivo o un catálogo tipológico. La experiencia con la casilla culmina en la introducción del fotograbado y en un montaje serial de módulos. Ya estamos solo a un paso del nacimiento de sus Objetos inútiles, que expanden la obra de Zargón definitivamente hacia la utilización de la fotografía en sí misma como medio, desarrollo que analiza Rodrigo Alonso en la presente publicación.22

Dentro de este proceso de trabajo debemos incluir también los procedimientos de papel plegado, mediante los cuales la artista traduce a la materialidad de la copia fotográfica sus ya conocidos cortes de los polípticos pictóricos. Zargón explicitó dicha relación en la muestra Índice, serie, secuencia, inventario en la galería Gachi Prieto en 2011, al presentar una misma imagen corporizada en ambos soportes. En tanto la pintura, de 16 módulos, ocupaba la esquina de la sala, la copia fotográfica sobre papel plegado se exhibía sobre un estante: así como la primera pieza mezclaba la pintura con la instalación espacial, la segunda era a la vez fotografía, objeto escultórico y libro de artista. La imagen fuente había sido obtenida mediante una distorsión digital de una fotografía documental de la construcción del Palais des Machines. En rigor de verdad, la artista supo aprovechar un error involuntario de su computadora, como si la máquina hubiese interpretado el inconsciente de su propia mirada.

¿A quién le escribes, Viviana?

En la historia del arte se reconoce como hiperrealismo un estilo pictórico o escultórico que imita el detallismo automático (no selectivo) de la fotografía. Ya en 1931, Walter Benjamin había afirmado que la imagen fotográfica introducía algo que era imposible en la pintura, en cuanto delimitada por el ojo humano: un “inconsciente óptico”. Así, mientras la pintura realista tramitaba el problema de la representación con relación a la idea moderna de realidad, el hiperrealismo surgió como uno de los modos de enfrentarse a la tan mentada naturaleza simulacral de la cultura posmoderna, esto es, a un medio ambiente dominado por la reproducción mecánica de imágenes. Dicho estilo comenzó en Norteamérica en los años 70, como derivado del arte pop. La recuperación de la pintura que Warhol había eliminado de sus lienzos se tornó paradojal, pues el regreso del virtuosismo técnico más clásico y minucioso se encontró con que no había nada relevante o singular para pintar. Vistas, tipos y costumbres atrapados en la lógica omnipresente del consumo constituyeron la iconografía distintiva, y voluntariamente banal, del hiperrealismo norteamericano de aquellos años. Traspasando aquellas coordenadas de tiempo y lugar, el lenguaje hiperrealista asumiría significaciones distintas.

En la Argentina, Viviana Zargón lo utilizó por primera vez en 1995 para introducir en sus lienzos imágenes de ruinas portuarias. Hacia fines de la década, su obra era interpretada, como tantas otras, como expresión de los efectos devastadores que el régimen neoliberal de desindustrialización y de privatización del patrimonio público había dejado en la sociedad argentina. Particularmente, la urbanización de Puerto Madero, además de expresar el poder corporativo inmobiliario, se erigía en símbolo de una cultura del espectáculo basada en la amnesia colectiva. Las pinturas monocromas de Zargón mostraban un mundo arrasado.

Pero esta conciencia de significación advino lentamente. En el inicio, como hemos dicho, hubo una motivación personal. Años antes, en 1985, había tenido lugar un diálogo entre la joven Viviana, recientemente llegada al país, y tres grandes pintores argentinos. Mientras Luis Felipe Noé y Alejandro Puente intentaban comprender cuál podía ser la continuidad entre las “caligrafías” barcelonesas y la nueva obra realizada en Buenos Aires, Fernando Fazzolari se interesó por otra cosa. ¿A quién le escribes, Viviana? (Mucho tiempo después, ella descubrió la similitud entre aquellos trazos y los electrocardiogramas a los que, en ese entonces, debía someterse su padre). La pregunta no apuntaba a los logros ya adquiridos en su pintura, sino a qué formas su potencia podría adquirir en el futuro. 23


1 “Espacio joven. Ficciones. Entrevista de Elena Oliveras”, Clarín, Buenos Aires, 11 de febrero de 1989.

2 Este fenómeno ha sido ampliamente estudiado. Véase especialmente Mitchell, W.J.T., “Ut Pictura Theoria: Abstract Painting and Language”, en Picture Theory, Chicago, The University of Chicago Press, 1994, pp. 213-239. El autor desentraña las operaciones de poder cultural que subyacen a este supuesto vacío discursivo.

3 Hacia 1976, en el sistema del arte internacional, circulan nuevos tópicos en torno del fin ideológico de las vanguardias y de la vuelta al objeto estético. Este fenómeno no ejerce influencia en la pintura de los 70 en la Argentina, cuyo retorno (regresivo o resistente) responde a un contexto de violencia específico. La penetración de los relatos de las “post” vanguardias no se observa hasta una serie de exposiciones organizadas en 1982, como Grupo IIIII en el CAyC y Nueva imagen en la galería del Buen Ayre, organizadas por Jorge Glusberg, y Anavanguardia, curada por Carlos Espartaco, en el Estudio Giesso.

4 Dentro de la descripción general de dicha “obra abierta”, los curadores Álvaro Castagnino y Carlos Espartaco señalaban: “Una capilla o templete sirve de receptáculo a los exvotos por la democracia y permite que también el público haga sus exvotos”. Esta situación ligada a la devoción popular puede considerarse un antecedente de la obra colectiva de La Compañía que se menciona a continuación (Homenaje de las artes visuales a la democracia (catálogo), Asociación Argentina de Críticos de Arte, Buenos Aires, diciembre de 1983).

5 11 artistas pintan en público, Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires, octubre de 1984; M.U.E.S.T.R.A., El Ciudadano, Buenos Aires, noviembre de 1984; El cuiscuis de Emeterio Cerro, Espacios, Buenos Aires, marzo de 1984.

6 Diana Aisenberg, autora de la pintura de la Madonna que funcionaba como centro de aquella “adoración”, repitió la experiencia en diversos lugares a partir de 2008. Pero el contexto ya es otro: no el microclima de efervescencia cultural de los 80, sino el terreno marcado por las prácticas “relacionales”, destacadas en el arte internacional desde fines de los 90.

7 Espartaco, Carlos, “Líneas de cambio”, Clarín, Buenos Aires, 7 de diciembre de 1985; Galli, Aldo, “Tres artistas jóvenes”, La Nación, Buenos Aires, 7 de diciembre de 1985; Dieguez Videla, Albino, “Viviana Zargón: la simbología de la cultura, La Prensa, Buenos Aires, 8 de diciembre de 1985; Pérez, Elba, “Oficio, parodia y humor de cuatro artistas noveles”, Tiempo Argentino, Buenos Aires, 11 de diciembre de 1985; Oldenburg, Bengt, “Esto es la nueva imaginación”, La Razón, Buenos Aires, 15 de diciembre de 1985.

8 Usubiaga, Viviana, Imágenes inestables: Artes visuales, dictadura y democracia en Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2012.

9 “La última recorrida de este año”, El Cronista Comercial, Buenos Aires, 30 de diciembre de 1985.

10 Fuera de discurso. El arte feminista de la segunda ola en Buenos Aires, 2011, publicación electrónica: http://e-spacio.uned.es:8080/fedora/get/tesisuned:GeoHis-Mlrosa/Documento.pdf

11 “Salir del agujero interior”, en Escenas de los ´80: los primeros años, catálogo, Buenos Aires, Fundación Proa, 2011, p. 23.

12 González, Valeria, y Jacoby, Máximo, Como el amor: polarizaciones y aperturas del campo artístico en la Argentina 1989-2009, Buenos Aires, Libros del Rojas/CCEBA, 2009.

13 Oliveras, Elena, “La mirada”, Clarín, Buenos Aires, sábado 15 de diciembre de 1990.

14 “Historias de ciudades”, Página/12, Buenos Aires, 7 de diciembre de 1993.

15 De hecho, la primera pieza de la nueva serie surgió del gesto de dar vuelta 90 grados una pintura que había comenzado en la modalidad anterior de bandas verticales, creando en el centro un rectángulo blanco para insertar allí cuatro imágenes en cruz (Sin título I, 1992).

16 “El libro de arena”, en Viviana Zargón (catálogo), Buenos Aires, galería Julia Lublin, noviembre de 1993.

17 Castagnino, Álvaro, “Dividir para unir”, en Viviana Zargón (catálogo), Filo espacio de arte, Buenos Aires, noviembre de 1997, y Sicardi Sanders Gallery, Houston, febrero de 1998; Barreda, Fabiana, “Las ciudades invisibles”, La Voz del Bajo, nº 41, Buenos Aires, noviembre de 1997; Oliveras, Elena, “Viviana Zargón”, en revista Art Nexus, nº 28, junio de 1998. pp. 137-138.

18 Oliveras, Elena, “Vacío y construcción”, en Viviana Zargón (catálogo), Centro Cultural Borges, Buenos Aires, octubre de 1998.

19 Arriba Bajo Belgrano, guía barrial de Buenos Aires, año II, nº 6, abril/mayo de 2000, p. 2.

20 A propósito de las fusiones entre las ruinas locales recientes y los restos paradigmáticos de la Revolución Industrial, Agustín Diez Fischer afirma que no se trata de una simple ampliación del marco histórico y geográfico, sino de “una verdadera disrupción donde el orden del archivo es alterado para recodificar, a través del pasado, las imágenes del presente y con las del presente, a su vez, las del pasado”.

21 La fotografía surgió en principio como un modo de fijar “imágenes conocidas, al menos desde Leonardo”, afirmaba Walter Benjamin en 1931 (“Pequeña historia de la fotografía”, en Sobre la fotografía, Valencia, Pre-textos, 2004).

22 Rodrigo Alonso “El sustrato fotográfico de la obra de Viviana Zargón”. En tanto Alonso interpreta los Objetos inútiles como un archivo de restos descontextualizados, Gonzalo Aguilar sostiene que es la primera obra donde la artista redime el trabajo no solo a través de su propia manualidad artística, sino en el rescate de esos objetos, que han sido fruto del amor y el ingenio de los trabajadores (“Viviana Zargón y la reinvención del trabajo”).

23 Alejandro Puente, Fernando Fazzolari y Luis Felipe Noé, “Artistas plásticos argentinos: Viviana Zargón”, revista Color y Textura, nº 22, Buenos Aires, octubre de 1985.