Adriana Herrera
En la obra de Viviana Zargón las fronteras son lábiles y el espectador se extravía en los límites entre ficción y realidad, entre fotografía, pintura e instalación, aunque hay signos que advierten sobre la ilusión de lo mimético y nos conducen hacia las preguntas del acto de representar y sus cruces subjetivos con lo social.
En el principio, estuvo la mano de una niña que camina con su padre en el puerto de Buenos Aires, y el espejo de sus ojos que refleja el ajetreo febril de las embarcaciones, los galpones, las fábricas en rededor. Una atmósfera cargada de promesas en una Argentina que incesantemente ve ponerse en marcha y detenerse la maquinaria que proyecta visiones de una prosperidad truncada por las crisis económicas, la corrupción o las dictaduras.
Luego está la formación –en la escuela de Bellas Artes de Barcelona, España― de esta “arqueóloga industrial” como Zargón dice de sí misma: el regreso a Argentina, cuando trabaja en la escuela de Artes “Ernesto de la Cárcova”, en el puerto semi-abandonado, donde quedan en pie las ruinas como monumento a lo ilusorio que sólo años después se remodelará. Y entonces, a medidados de los 90´s comienza a merodear con su cámara captando esos alrededores que tienen tanto de espejismo colectivo, y la idea de crear un artificio que esconde a conciencia el simulacro visual: pintar la apariencia de una fotografía arquitectónica con acrílicos casi monocromáticos pinturas y dar cuenta –desde el propio medio y desde lo conceptual- de la ficción modernista que en tantos lugares pasó de las postrimerías de la revolución industrial al festejo futurista…y se desvaneció.
Pienso en la serie inspirada en Les Palais de Machines, construido en París para conmemorar el centenario de la Revolución Francesa en 1889, cuando Van Gogh revoluciona el ojo imaginando La noche estrellada. La construcción era una inmensa armazón de hierro construida para ser desarmada, como lo fue en 1909, el año del Manifiesto Futurista, que proclamaba que un armazón rugiente era más bello que la Victoria de Samotracia, y cantaba “a las estaciones ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspendidas de las nubes…”.
Las diversas versiones de Zargón, datadas en 2011, despojan a la arquitectura de ese vibrante fervor, de todo modo de velocidad: son pinturas-instalaciones que exponen, en polípticos fragmentados o en impresiones en papel de algodón plegadas, la ilusoria unidad de la fascinante estructura de hierro, desnuda de revestimiento, paralizada en el tiempo. Quiebres o particiones funcionan como metonimia de la inactividad y de todo cuanto ha zanjado en la posmodernidad la pertenencia a una gran narrativa como lo comprendió Arthur Danto.
De modo paralelo y paradójico, las evocaciones pictóricas de Zargón reactivan esos espacios que alojaron el sueño de la modernidad. Las múltiples instalaciones que recrean ese escenario particular de Les Palais des Machines que alojó la Exposición Universal ―tanto como sus otras series inspiradas en maravillosas arquitecturas fugaces europeas o en los incontables escenarios de la industrialización en Argentina que se alzaron los años 30´s― provocan un espacio atemporal de contemplación estética que reactiva la visión del potencial que hubo en esos espacios hoy perdidos.
Los recursos que Zargón usa para la fragmentación a modo de intervalos reflexivos –separación de franjas, espacios intercalados en blanco o negro, círculos oscuros, o franjas de acero inoxidable, material proverbial de la promesa social de las grandes construcciones- funcionan a modo de vacío o silenciamiento visual. Pero al tiempo, cada pintura-instalación contiene un ejercicio nostálgico de un momento que se revela en su fulgor –a menudo en la documentación fotográfica de las construcciones originales- y en su ocaso, en las pinturas-instalaciones que evocan desde la ficcionalización un pasado esplendor arquitectónico y/o industrial.
Sus pinturas impostan la fotografía de arquitecturas especulares que son tanto reflejo de los espejismos de la modernidad como de su percepción subjetiva. Nos llevan, a través de la trampa de representaciones aparentemente fidedignas, pero intersectadas por los laberintos del simulacro visual, a las inciertas construcciones sociales de la realidad. Revelan, en una palabra, su cualidad ficticia.
Al archivo documental recopilado en ese ir a la deriva captando espacios urbanos hoy inexistentes o radicalmente transformados (origen de múltiples series como “De Bash”, “de Sok”, o “de las Saguas”), Zargon ha sumado la búsqueda de fotografías en archivos (serie “Índice, Serie, Secuencia, Inventario”), como otro registro de “las decepciones de nuestra cultura”.
De ahí que escenarios de antiguas hilanderías y silos, destilerías y fábricas de cajas fuertes y otras construcciones industriales inexistentes o arquitectónicas –hoteles, museos, o un cementerio de grúas y una aldea textilera abandonada como Villa Fandria- resurjan como alucinaciones de enorme potencia visual que, vistas con mayor detenimiento, niegan su propia realidad. La luz es un elemento clave en muchas piezas: ocupa un lugar central en la composición, surge en el umbral entre el exterior y el interior, y se representa con tanta intensidad que acaba sugiriendo la desmaterialización de las arquitecturas y devuelve las pinturas a la abstracción de una atmósfera.
“Yo siempre miento un poco”, aclara Zargón. Esto es aún más evidente en la serie de Motul (2010), que toma su nombre de la marca de un viejo galón de aceite, en el interior de una fábrica abandonada. En este políptico, la representación pictórica en blanco y negro podría parecer hiperrealista, y los intervalos de tela y acero no alteran la ilusión de ver un espacio existente. Pero si se observa cada fragmento pintado se descubre la continua variación de elementos en la repetición de los que suponemos deberían ser escenarios idénticos. Esos saltos de continuidad que nos enfrentan al mismo espacio sucesivamente transformado en cada fragmento –las columnas, las puertas, los objetos cambian- acaban por revelarnos que las antiguos hangares que albergaban diversas industrias hoy extintas se han vuelto lugares de la simulación en las obras de Zargón. Ella los reactiva, a cambio de someterlos a un juego de desestructuración incesante que les devuelve la naturaleza de ficciones. A través de la representación pictórica se han convertido en lugares apócrifos, escenarios que cambia a su antojo, y en esa nueva naturaleza revelan, ciertamente, las trampas de las fantasías sobre el progreso.
Hay una línea de tiempo implícito en las pinturas de espacios reales ficcionalizados por Zargón: un lapso que abarca el tránsito de las grandes enunciaciones a lo fantasmagórico. Y, al tiempo, una voluntad meta-artística que interroga por la representación con un lenguaje reconocible: las súbitas apariciones de manchones rojos que alternan la superficie monocromática del simulacro fotográfico, la luz desbordante, los intervalos en blancos o negros o metales, el modo de plegar las fotografías documentales en particiones, separadas por espacios vacíos, y las variaciones de escenario en el mismo espacio repetitivamente representado. Cada uno de estos recursos es una señal que advierte sobre lo irreal pero que al mismo tiempo, exige de modo perentorio, una mirada aguda para desentrañarlo. A ello se suma lo que podríamos llamar trabajos de la percepción. Zargón obliga al ojo a miradas simultáneas en perspectivas diversas. Así ocurre con los dípticos que incluyen frontales planchas de acero inoxidable y acrílicos que capturan visiones oblicuas de lugares captados desde el punto de fuga.
En los sesenta, ya Gerhard Ritcher nos había arrojado a una zona incierta donde la pintura se apropiaba de lo fotográfico y lo simulaba en fascinantes retratos. Pero en las pinturas-ficcionales que Zargón instala sobre legendarias construcciones del siglo XIX o sobre los espacios donde se edificó la industria en el siglo XX, la mentira de la representación alcanza el estatus de una verdad ontológica: nos revela el desvanecimiento de los grandes relatos del progreso y la frustración de lo inalcanzado para quienes habitamos el siglo XXI sin la ilusión que rodeó las arquitecturas de la modernidad. Lo que nos queda es el placer visual y conceptual de las deconstrucciones. Y la ficción pictórica que nos permite danzar sobre el filo de la representación de lo real.